Muchos de nosotros hemos pasado por algún período de profunda lucha con la doctrina de la soberanía de Dios. Si llevamos nuestras doctrinas a nuestros corazones, donde deben estar, pueden convulsionar nuestros sentimientos y causarnos noches de insomnio. Esto es mucho mejor que entretenernos con ideas académicas que nunca tocan la vida real. Al menos existe la posibilidad de que de las convulsiones surja una nueva etapa de tranquilidad y confianza. A muchos de nosotros nos sucede como le ocurrió a Jonathan Edwards. Edwards fue un pastor y un teólogo serio de Nueva Inglaterra a principios del siglo XVIII. Fue uno de los líderes del primer gran avivamiento. Sus principales obras todavía suponen un desafío para grandes mentes de nuestros días. Su extraordinaria combinación de lógica y amor le convierten en un escritor profundamente conmovedor. Una y otra vez, cuando estoy sediento y me siento débil, vuelvo a mi colección de obras de Edwards y recibo estímulo de alguno de sus sermones. En uno de ellos refiere la lucha que tuvo con la doctrina de la soberanía de Dios:
Y se ha producido una maravillosa alteración en mi mente respecto a la doctrina de la soberanía de Dios desde aquel día hasta hoy; de manera que casi nunca me he encontrado algo que me plantee alguna objeción contra ella en el sentido más absoluto (…) Desde entonces, no sólo he estado convencido, sinó que mi convicción ha sido maravillosa. Esta doctrina me ha resultado a menudo sumamente agradable, brillante y dulce. La soberanía absoluta es algo que me encanta atribuir a Dios. Pero al principio no estaba tan convencido de ella.
Personal Narrative. Jonathan Edwards: Representative Selections, eds. C. H. Faust, T H. Johnson (New York: Hill and Wang, 1962), p. 59.
Por tanto, no resulta sorprendente que Jonathan Edwards luchara con una gran seriedad y profundidad contra un problema que ahora se nos plantea a nosotros. ¿Cómo podemos afirmar la felicidad de Dios sobre la base de su soberanía cuando mucho de lo que Dios permite en el mundo es contrario a sus propias órdenes en la Escritura?¿Cómo podemos decir que Dios es feliz cuando existe tanto pecado y sufrimiento en el mundo? Edwards no pretende resolver el misterio. Pero nos ayuda a encontrar una posible forma de evitar evidentes contradicciones sin dejar de ser fieles a las Escrituras. Dicho con mis propias palabras, dice que la infinita complejidad de la mente divina es tal que Dios tiene la capacidad de mirar el mundo a través de dos lentes. Puede mirarlo a través de una lente de ángulo reducido o a través de un gran angular. Cuando Dios mira un suceso doloroso o malo a través de su lente de ángulo reducido, ve la tragedia o el pecado como lo que es en sí y, por tanto, se enfada y se aflige: “Porque no quiero la muerte del que muere, dice Yahvéh el Señor” (Ezequiel 18:32). Pero cuando Dios mira un suceso doloroso o malvado a través del gran angular, ve de dónde fluye y hacia donde conduce la tragedia o el pecado. Lo ve con todas sus conexiones y efectos que constituyen un patrón o mosaico que se extiende hacia la eternidad. Este mosaico completo –con lo bueno y lo malo- le produce deleite. (ver nota sobre este tema más abajo)
Por ejemplo, la muerte de Cristo fue voluntad y obra de Dios Padre. Isaías escribe: “nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido… Yahvéh quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento” (Isaías 53). Pero seguramente, cuando Dios Padre vio la agonía de su Hijo amado y la maldad que lo llevó la Cruz, no se deleitó con aquellas cosas en sí (vistas a través de la lente del ángulo reducido). A Dios le repugna el pecado en sí y el sufrimiento de los inocentes. Sin embargo, según Hebreos 2:10, Dios Padre estaba perfeccionando por aflicciones al autor de nuestra salvación. La voluntad de Dios era aquella que le repugnaba. Visto con poco ángulo le resultaba repugnante, pero no con el gran angular de la eternidad. Teniendo en cuenta la universalidad de las cosas, la muerte del Hijo de Dios era vista por el Padre como una forma excelente de demostrar su justicia (Romanos 3:25-26), de llevar a su puebo a la gloria (Hebreos 2:10) y de conducir a los ángeles a una alabanza eterna (Apocalipsis 5:9-13) Por lo tanto, cuando digo que la soberanía de Dios es el fundamento de su felicidad, no desestimo o minimizo la ira y repulsa que Dios puede manifestar frente al mal. Pero tampoco concluyo a partir de esta ira y tristeza que Dios es un Dios frustrado que no es capaz de mantener controlada su creación. Ha concebido desde la eternidad, y está construyendo con cada suceso, un magnífico mosaico de historia de la redención. La contemplación de este mosaico (con unos azulejos oscuros y otros claros) llena su corazón de gozo.
Nota: Edwards afronta este problema diferenciando dos clases de voluntades en Dios (lo cual se infiere de lo que he dicho). La “voluntad ordenada” por Dios (o voluntad revelada) es lo que él ordena en la Escritura (No matarás, etc.) Su “voluntad decretada” (o voluntad permisiva, o voluntad soberana) es lo que él, de forma infalible, hace que suceda en el mundo. Las palabras deEdwards son complejas, pero dignas de que nos esforcemos por entenderlas si amamos profundizar en las cosas de Dios:
Cuando se distingue entre la voluntad revelada de Dios y su voluntad permisiva, o entre su voluntad ordenada o decretada, “voluntad” se toma ciertamente en dos sentidos diferentes. Su voluntad decretada no es su voluntad en el mismo sentido que su voluntad ordenada. Por tanto, no es difícil en absoluto suponer que la una puede ser diferente de la otra: su voluntad, en ambos sentidos, es su deseo. Pero cuando decimos que su voluntad es la virtud, o que ama la virtud o la felicidad de sus criaturas, queremos decir que esa virtud o la felicidad de las criaturas –consideradas de forma absoluta y sencilla- están de acuerdo con la inclinación de su naturaleza. Su voluntad decretada es su inclinación hacia algo, no de forma absoluta y sencilla, sinó como teniendo en cuenta la universalidad de las cosas, lo que han sido, son y serán. Así que Dios, aunque odie una cosa en sí, puede inclinarse a ella al tener en cuenta la universalidad de las cosas. Aunque odie el pecado en sí mismo, no obstate bien puede permitirlo para producir más santidad dentro de esta universalidad que incluye todas las cosas y en todos los tiempos. Así, aunque no le agrade la tristeza de una criatura, no obstate, considerada de forma absoluta, puede que sea su voluntad, con el objetivo de promover una mayor felcidad en esta universalidad. Concerning the Divine Decrees, The Works of Jonathan Edwards, vol. 2 (Edimburgo: Banner of Truth Trust, 1974), pp. 527-28.
Extraído de: Piper, John. Sed de Dios: Meditaciones de un hedonista cristiano.